jueves, 5 de agosto de 2010

Sal y mar


Agosto hunde la isla unos diez centímetros. Hay tanta gente y vehículos que parece imposible que todos quepamos aquí. A poco que una carretera llegue hasta la arena misma de las playas, éstas están a rebosar. Siempre me ha fascinado esta capacidad de los seres humanos para tender a la aglomeración, a la reunión espontánea. Supongo que porque adolezco de lo contrario. Incluso reconozco el punto egoísta de llegar a un lugar de costa y esperar que no haya nadie. Que no haya ruido. Nada más que las olas. Ni gritos, ni ruidos de motos naúticas, ni el puto FerryBoat turístico con su música discoteca a toda pastillla, ni ese olor permanente a bronceador confundido con el olor al plástico caliente del bote con el que acaba de estar en contacto. Algo imposible. Y aún así, el baño, la sal y el mar, lo devuelven todo al equilibrio. Unos segundos totalmente sumergido y el mundo tiene sentido.