sábado, 2 de febrero de 2013

Espárragos

Esta mañana ha vuelto el viento que está barriendo el benigno invierno. He dado una vuelta por la finca recogiendo la cosecha de espárragos del fin de semana. Los espárragos silvestres son uno de los placeres del invierno y la primavera. Siempre me sorprende la fuerza y fragilidad de las esparragueras, tan poco amigables con su púas y tallos enmarañados tras espigar, tan suaves, firmes y flexibles en los primeros tallos. Creo que soy un poco espárrago. Creo que la mayoría de nosotros somos un poco espárragos. Crecemos, nos volvemos enrevesados, nos protegemos y, de vez en cuando, tenemos un brote nuevo que es parte de nuestra naturaleza. Eso, quizás extraño, es lo que pensaba mientras me pinchaba las manos y sentía la gota de sabia del brote recién cortado. Luego me he puesto a pensar cómo hacer la excelente cosecha del día (a la foto me remito), bajo el primer rayo de sol de la mañana que ya calienta el rostro (no me digáis que no es un placer ese primer roce calentito del sol). Ahí ha surgido otra característica de los espárragos que me encanta, con ellos no se puede sobreactuar, lo mejor de ellos se obtiene cuando los cocinamos de manera sencilla, directa. Unos espárragos salteados con ajito, un revuelto de espárragos y huevos, a la brasa un momento con sal gorda. En un contexto dónde estamos rodeados por la sobreactuación (prima hermana de la hipocresía), el ruido y el humo, los espárragos nos recuerdan que lo complicado lo provocamos nosotros.